IMAGEN DE DIOS:
IDENTIDAD Y SIMPATÍA.
He trabajado la categoría “Imago Dei” como un proceso que emerge de la tensión dinámica en la trama
de la vida de forma contextual, dinámica, dialógica. Es la radicalización
histórica de las identidades, no es buscar esencialismos, sino enraizar las identidad
plurietnicas, multilingües en el suelo, cotidianidad y memorias de cada cual;
manteniendo una tensión creativa, dinámica y diálogos entre todas estas identidades.
Es identificar lo propio y luego trazar los puntos en común entre la amplia
diversidad. Estos puntos en común podemos identificarlos como: lo
indígena, los negro, la herencia occidental, lo religioso diverso y autóctono,
la diversidad de lenguajes. De esta multiplicidad, debe emerger la pluralidad e
interculturalidad, o sea, un tipo de síntesis cultural identitaria no final
sino en dinámica complejizante.
De esta trama
compleja y dinámica surge la idea del “homo
sympatheticus”, que no es más que cada pueblo y comunidad Latinoamericana
realizando su trabajo de memoria y construyendo su identidad, en apertura y
festividad intercultural, o sea, en respectividad comunitaria y aperturidad al
“otro”.
La categoría
“simpatía” que da forma al homo sympatheticus la podemos encontrar en muchos
autores que nos permiten entender la “simpatía” como un “tu-yo=nosotros”, como fundamento de
la vida intersubjetiva. Para Scheler, salimos de nosotros mismos para, por
decirlo así, reconocernos en el otro. Dicho de otra manera, la vida afectiva
intersubjetiva se funda, para Scheler, en la simpatía. Lo que nos recuerda que
estamos vinculados a niveles insospechados pero sin ser conscientes por las
rupturas que genera la sociedad de la desconexión, que paradójicamente es la a
la vez sociedad red.
Sobre las posibilidades de interrelación y mutua influencia nos habla Rupert Shaldrake desde su propuesta de las “resonancias mórficas” de los “campos morfogenéticos”[1] que influye en la formación de los grupos sociales y de otras especies (Shaldrake. 2011. 21). Las formaciones identitarias se dan gracias a varios y complejos procesos de herencia, legados e influencias, a niveles muchas veces imperceptibles. Nuestro habitus o nuestro mundo-de-vida están conformado por “resonancias” (energía informacional) que dan origen a formas sociales, culturales, ideas, movimientos o emociones, en los proceso de construcción de las identidades. Esto se da en un complejo sistema biológico, equipado por bioreceptores y biotransmisores, como nuestros sentidos, células y neuronas, etc. Marco Iacoboni nos informa en su estudio sobre “Las neuronas espejos” (2009) que las neuronas espejo nos permiten captar la mente de otros, pero no mediante el razonamiento conceptual sino sintiendo, no pensando. Esta es la base neurocientífica de la empatía social y de los procesos de socialización e individuación.
Podemos hablar de “campos de resonancia empática” que generan campos de reconocimiento, de solidaridad y de cuidado, o sea, habilita las posibilidades de “cuidado de si”, la construcción del homo sympatheticus, o teológicamente, la “imago Dei”. Desde el punto de vista de la biopolítica Marta Nassbaum propone la “empatía imaginativa” que “se nutre del amor”. El amor y la empatía serían “importante para la justicia, especialmente cuando esa justicia es todavía incompleta y aspiracional” (Nassbaum. 2014. p, 459), y Clara Valverde (2015. Cap. VI) plantea que “frente a la necropolítica se propone la radicalidad de la empatía repolitizando el sufrimiento, el duelo prohibido, a través de la "estigmergia", o sea, tácticas de enjambre que se mantienen en tiempos en que la disidencia es menos visible.
Desde el punto de vista teológico la simpatía, como elemento nucleador de los procesos identitarios auténticos en los pueblos Latinoamericanos, es una forma de encarnar y asumir las realidades diversas como propias en la construcción de las identidades. La empatía es “estar en los zapatos de los y las otros/as”, es “estar en la piel de los otros y otras”, es “abrirse a la presencia del otro/a” (Moltmann. 1975. 390) para que las cargas sean menos pesadas, el dolor menos angustiante, el camino más alegre y menos peligroso. Quizá, desde las realidades de América Latina, esta debe ser la interpretación de la “encarnación del hijo de Dios” (Jn. 1; Filp. 2) como supremo acto de empatía divina. Los Padres de la Iglesia lo vieron con radicalidad y por ello pudieron afirmar que “lo que no se asume no se redime”, como respuesta ante la negación de la plena humanidad del hijo de Dios, Jesucristo. La interpretación radical del “himno cristológico” en filipenses 2: 6-11 es que “Jesús en la encarnación, en su identificación con los esclavos, no llega a ser sino semejante a los hombres. Es todo un sentido más radical a la solidaridad de la encarnación de Jesús en las clases de los esclavos... En Filipenses 2, Jesús en su encarnación, en su función de humano ha reivindicado a los esclavos que son hoy día los pobres del tercer mundo, indio, campesinos, obreros, empleadas domésticas, prostitutas, desarraigados de sus propias tierras, negros, en fin todos aquellos sobre los que recae la acción de los nuevos imperios en su carrera por hacerse más poderosos (Xilotl. 1988. No.2, p. 33, 35-36).
Este Dios pasional, o en términos moltmaniano “el pathos de Dios” (Moltmann. 1975. 387-394) trasciende al Dios “primer motor inmóvil” aristotélico, o al “deus ex machina”, ya que el Dios de Jesús puede ser afectado por el amor y por el dolor de los pueblos. Moltmann reflexiona “el conocimiento de Dios compasivo impide la apatía”, “Dios no solo toma parte en el dolor; el dolor está también en Dios mismos”, Dios no está solo involucrado en la historia; es la historia la que está igualmente en Dios mismos” (Moltmann. 1977. 76) Esta em-pathos (empatía) es cualificación humana en el “ser imagen de Dios”; visto desde las identidades latinoamericanas, significa solidaridad desde la “memoria mesiánica” en la construcción del tejido plural, diverso y complejo que somos como pueblos.
[1]
Shaldrake nos define los
campos morfogenéticos y los campos mórficos: Así, mientras que los campos
morfogenéticos influyen en la forma, los campos conductuales influyen en la
conducta. Los campos que organizan los grupos sociales, como las bandas de
pájaros, los bancos de peces y las colonias de termitas se denominan campos
sociales. Todos esos campos son campos mórficos, que poseen una memoria interna
establecida por resonancia mórfica. Los campos morfogenéticos, es decir, los
campos que organizan la génesis de la forma, constituyen una modalidad mayor de
los campos mórficos, como especie dentro de un género.
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